La caída

 

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Prólogo

Después de la creación del primer ser humano, hace muchos años atrás...

Y estaban ahí los Grigori. Viendo todo lo que pasaba en la tierra, viendo como los hijos de los hombres se multiplicaban. Viendo como de ellos venían hermosas hijas. Viendo, y viendo, y viendo. Sin cansarse de ver. Su belleza los tenía atónitos, ninguno pronunciaba palabra. Todos ellos asustados de a dónde sus mismos pensamientos se dirigían. Maldecían internamente por ello, y volvían a maldecir, dándose cuenta de que maldecir estaba mal para los hijos de Elohim. 
No podían ocultar la envidia que los invadía. Envidia por aquellos hombres en la Tierra que podían tener descendientes y convertirse algún día en descendientes, como la cantidad de estrellas en el cielo. Infinita. 
No podían ocultar el enojo que los llenaba. Enojo por no ser ellos lo que viven rodeados de fantásticos valles verdes, y caudales de agua pura y celeste. Por no ser ellos los poseedores de grandes mansiones, o pequeños ranchos, o diminutos tendidos. 
Y definitivamente no podían ocultar la lujuria que los recorría. Esta era tan fuerte, tan intensa, que nos los dejaba respirar y pensar en claro como lo harían los hijos de Elohim. La lujuria, que ante los ojos del Gran Señor estaba mal vista, era una de las principales razones por la cual tomaron la decisión que tomaron. Porque la lujuria no necesitaba una definición concreta, ellos solo la sintieron y querían hacer algo al respecto. Porque el deseo hacia esas mujeres era todo en lo que podían pensar. 
—Tenemos que ir y escoger a hijas de los hombres para engendrar hijos —dijo Azazel. Su propuesta era tan directa que los ángeles se quedaron sin respiración. Tentación y curiosidad era todo lo que pasaba por sus mentes, antes puras. 
Hubo una larga discusión, los gritos, propuestas, diferentes opiniones como puntos de vista parecían llegar a los oídos humanos de lo estruendosas y escandalosas que se volvieron las voces de los ángeles. Sus aullidos fueron interrumpidos por la llegada de su jefe, Shemyaza, a quién el mismo Rey de Reyes había otorgado este título, dándole la responsabilidad de este grupo de ángeles, dándole la confianza para que los guiara por buenos senderos.
 —No espero que queráis llevar esto a cabo y que yo, por ser su jefe, sea el único culpable—les dijo el mismo jefe que debería haber estado buscando que ellos pensarán diferente. Después de todo, todos eran hijos de Elohim y vivían en el cielo en una eterna y magnífica paz, porque su única morada era el cielo, y no tenían que buscar un hogar por otro lado. El Cielo era su hogar, y lo tenían todo, pero para ellos todo era nada.
—Juremos todos bajo un anatema a llevar este proyecto hasta el final—respondieron ellos.
Y todos se comprometieron. Sin excepciones. Sin un solo ángel que se rehusara a semejante delito ante los ojos del Grandísimo.
Juraron unidos sobre seguir lo que habían dicho con anterioridad. Llamaron Hermon al monte del que pertenecía la cima en la que estaban todos unidos, y juraron. 
Como una lluvia de meteoritos bajaron todos, bajaron a la Tierra. Descendieron de la cima del monte Hermon donde se habían comprometido juntos y había comenzado todo.
Y eran doscientos. Doscientos ángeles buscando algo más. Doscientos ángeles buscando lo que ellos creían los iba a llevar la felicidad, sin saber que ya lo tenían todo y sólo creyendo que no tenían nada. Doscientos ángeles traicionando al Altísimo. Doscientas criaturas quebrando las reglas impuestas por el Señor del Mundo. Doscientos de ellos descendieron en aquellos días, cuando los hijos del hombre se multiplicaron y les nacieron hijas hermosas.
Shemyaza, jefe de jefes.
Ar'taqof.
Rama'el.
Kokab'el.
'El.
Rama'el.
Dani'el.
Zeq'el.
Baraq'el.
Asa'el, conocido por todos por Azazel.
Harmoni.
Matra'el.
Ana'nel.
Sato'el.
Shamsi'el.
Sahari'el.
Tumi'el.
Turi'el.
Yomi'el.
Yehadi'el.
Cada uno de ellos, veinte en total, era jefe de una decena de ángeles rebeldes. 
Los Vigilantes. Los Grigori.

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Primera Parte: Traición angelical

“La traición la emplean únicamente aquellos que no han llegado a comprender el gran tesoro que se posee siendo dueño de una conciencia honrada y pura”

Vicente Espinel

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“Hay puñales en la sonrisa de los hombres; cuanto más cercanos son, más sangrientos”
 
William Shakespeare

 

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Segunda parte: Revelación celestial

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