Dite

 

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01

Al entrar en tu habitación, imagina unas manos expectantes de humedades rosa en los recodos de tu cama. Solo tendrás que fingir mi ausencia mientras te quitas las sandalias, los anillos, la faja, la blusa, y junto al resto de las prendas de vestir, tu pasajera vergüenza a perder el pudor. Después te acercarás, entrarás desnuda a la cama, y al besarnos, le pondrás fin a mi tonto juego que tanto te divierte. Entonces, sin apenas sospecharlo, empieza un viaje en el que somos sus únicos testigos, una aventura en la que, tú a tu modo, yo al mío, descubrimos fantásticos mundos. ¡Tierra a la vista! ¡Euroamérica! ¡Asiáfrica! ¡Paraíso mágico de elefantes alados, tigres de fuego y delfines de luz!

Más allá del bagaje ultramarino, la redondez del planeta, junto con el lento navegar de la barca que hasta hace unos segundos era tu cama, nos permitirá ver a la distancia las primeras palmeras continentales. Al llegar a tierra nos divertiremos jugando con cangrejos inquietos de colores vivaces sobre piedras floridas, o si lo deseas, podemos volar entre bandadas de papagayos, gaviotas, perdices o pájaros verdes. En síntesis, un nuevo mundo de sensaciones al contemplar y palpar nuestras formas desnudas.

Pero eso es solo una parte. Las cortas palabras se escurren de los labios con suavidad de aguamiel, mi ombligo, sobre el tuyo, susurra silentes caricias; nuestras manos se sujetan por instantes reconociéndose, y luego, cómplices, se sueltan con el pretexto de buscar otras regiones más hacia el sur. Ahora estoy dentro de ti y todo marcha de maravilla con el ritmo cadencioso de nuestras caderas. Tú, mi bella princesa, tienes los ojos cerrados y puedo verte concentrada en escuchar lo que mi piel le susurra a tu piel.

Sin embargo, algo pasa. Es como si el lado de mi embarcación chocara otra vez contra el mismo banco de niebla que me impide seguir tu ritmo. Frustrado, compruebo que de nada sirve soñar con percibir la pureza del aire marino, el aroma de las flores, la suavidad del marfil, si el resultado es el mismo esfuerzo inervado que me relega a la categoría de un maniquí. ¿Qué me pasa? ¿Qué está mal conmigo? ¿Acaso no merezco ser feliz? Entonces, como su fuera un pesado bulto, caigo sin voluntad por la popa al mar. Con el agua hasta el cuello, después de ver cómo la barca se convierte en una diáfana estela, oigo terribles sonidos detrás de mí. Giro y veo a cientos, tal vez miles de hombres contrahechos presa de tiburones enloquecidos por el olor a sangre.

Codazos, patadas, llantos sempiternos, extremidades mutiladas flotan por doquier. Aunque nado con todas mis fuerzas en sentido contrario, olas pérfidas me conducen al interior de ese mare mágnum. Las enormes fauces aparecen y desaparecen por todas partes con la precisión de una infalible máquina de muerte. Prisionero de un terror abominable pierdo la fe, estoy seguro de que en cualquier momento me sumaré a las múltiples víctimas, pero sin apenas creerlo, las mismas olas que me arrastraron antes, son las que me alejan de allí.

Este mundo es tan surrealista que me cuesta trabajo creer lo que ven mis ojos. Un horizonte galvanizado es el telón de fondo de un cielo azul cobalto. En lo alto, un sol negro de medio día despide lenguas de fuego y es reflejado con violencia por el proceloso mar. Fuertes vientos golpean mi rostro. A pesar de esta terrible alucinación de la que por más que lo intento no puedo librarme, tú sigues haciendo el amor con los ojos cerrados sin percatarte de lo que pasa dentro de mí. ¡Cómo me gustaría tener tu paz! ¡Cómo me gustaría corresponder con mis pensamientos y actos al amor que sientes por mí!

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02

En alta mar divisé una isla y con mis últimas fuerzas pude nadar hasta la playa. Estaba exhausto, sin embargo, descansar no era una alternativa. Le quedaban pocas horas al día, y para empeorar la situación, la borrascosa brisa marina amenazaba con convertirse en tempestad. Necesitaba encontrar pronto un refugio. Escudriñé la extensa playa en busca de algún cono pajizo o algún tipo de asentamiento, pero fue infructuoso.

Con la intención de encontrar alguna cueva, me interné en el paisaje insular. Caminé sobre un corredor natural de tierra rojiza; lo irregular del suelo y lo agreste de la vegetación dificultaban mis pasos. Valiéndome de pies, manos y hasta de dientes, escalé, para luego descender, una escabrosa colina. En la parte más baja de esa depresión corría un río serpenteante de color turquesa.

Tengo algunos conocimientos de geografía. Por ejemplo, observar hacia dónde se dirige el más pequeño riachuelo, así como averiguar la cuenca fluvial a la que pertenece, me permite formar una relación entre montañas y valles que probablemente señale la ruta hacia algún tipo de civilización. Intenté poner a prueba mis conocimientos, pero fueron inútiles en este mundo extraño.

Nada parecía tener sentido, daba la impresión de que estaba en ciernes. Los peces confundían los límites de su elemento y hacían repetidos intentos para cruzar a la tierra, las bestias no sabían qué cosas les hacía bien, ciertos árboles crecían al revés, las aves no confiaban en la sustentación que les daba el aire, el cauce de los ríos no viajaba por las partes más bajas y los volcanes aún retumbaban la tierra.

Me sumergí en el río y tomé varios tragos de agua dulce. También aproveché para remover de mi cuerpo sal, la arena, las hojas y el lodo. Sin demora vadeé a la margen opuesta y escalé una empinada pared de piedra. Cuando llegué a la cima, caí de rodillas por lo que alcancé a ver en ese momento. Sobre un ancho valle, las formas arquitectónicas de un conjunto agrupado sin orden aparente formaban un todo indivisible. Era un laberinto de dimensiones colosales.

En ese momento la lluvia empezó a caer, sus gotas eran tan grandes como cantos rodados. Me volví, el sol estaba a punto de ocultarse bajo la línea del mar. Sin perder tiempo corrí desesperado tierra abajo hasta llegar a un pedregón al pie del laberinto. Los gruesos muros de negra piedra triplicaban mi altura. Flanqueé su circunferencia para buscar un acceso; después de varios merodeos avisté un bucle sin puerta.

El sitio al que ingresé no tenía techo —aún estaba al capricho de la lluvia—, era un conjunto claustrofóbico de circunferencias compuestas por sinuosos muros ortogonales, perpendiculares, divergentes y convergentes entre sí. Para no lastimarme en la oscuridad anteponía mis manos a la altura de la cabeza, pero eso no impedía que tropezara contra piedras y troncos.

Pasé en esos intrincados pasadizos hasta poco antes del alba, cuando topé con una abertura que daba a un espacio abierto. Recuerdo que la sensación de libertad fue tan grandiosa como una bocanada de aire después de estar atrapado bajo el agua. Corrí sobre el pavimento hasta llegar a un lóbrego zaguán. El lugar estaba seco y parecía seguro, me replegué sobre mí mismo en el suelo, después no recuerdo nada más, excepto, sí… eso sí… las amargas lágrimas que bañaban la losa contra mi rostro.

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03

Cerca del medio día abrí los ojos, apenas estuve completamente despierto di un vistazo a mi alrededor. Afuera había una plaza, gran variedad de árboles crecían en su interior; no hace falta mencionar que comí de todos los frutos a mi alcance. En lo alto, el sol brillaba con una fuerza dócil y sonaba el canto de los pájaros. Sin duda el clima era muy diferente del de ayer.

Del lado interior del zaguán advertí una puerta. Era una pesada plancha de roble con herrumbrados goznes y aldabas de hierro forjado. Halé el mecanismo e ingresé en la parte más sombría del laberinto.

Con precaución descendí por una larga escalera soportada por arcos de piedra, un lado descansaba junto a un muro de mampostería cubierto por salitre, el otro ni siquiera tenía baranda. Con un manto de lana abandonado en un nicho hice una toga y me la entallé con una cuerda a la cintura.

Luego de un rato noté un rumor. Al acercarme hasta su fuente el confuso sonido tomó forma definida y percaté ayes y penetrantes alaridos que manaban de una cripta. La semiabierta losa de granito tenía esculpida la terrible leyenda: “Lasciate ogni speranza voi ch’entrate

El saber que esa compuerta anidaba demonios rubicundos, ángeles rebeldes, rostros desfigurados por eternos padecimientos, energúmenos y el resto de los desalumbrados del Infierno, me aterrorizó a tal grado que salí corriendo de allí.

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